|
Extracto del libro
Leyendo
la mente El
Padre Pío estaba rezando y meditando. Fray Daniele Natale estaba
arrodillado cerca de él. Deseando comprobar si el Padre Pío era
realmente capaz de leer su mente, le preguntó mentalmente que ofreciera
al Señor sus oraciones. El Padre Pío asintió con la cabeza. Pero
seguía sin estar convencido, así que volvió a hacerle mentalmente la
petición. El Padre Pío volvió a asentir. Aún dudaba, pues pensaba
que necesitaba una prueba más clara. En
ese momento el Padre Pío se volvió hacia él, y le dijo en voz alta:
«¿Estás satisfecho ahora?» ¿Cómo
lo sabía? El
cardenal Giuseppe Siri informó el 23 de septiembre de 1975, en el
transcurso de una homilía: «Yo había estado dudando durante mucho
tiempo acerca de una decisión que debía tomar. No había hablado con
nadie sobre ello. Un día recibí un telegrama del Padre Pío en el que
me explicaba qué hacer. Seguí el consejo al pie de la letra y todo
terminó bien. ¿Cómo lo supo? Nunca he entendido cómo este hombre podía
saber lo que estaba pasando por mi mente». Deseo
cumplido Eran
muchísimas las personas que querían confesarse con el Padre Pío, por
lo cual que crearon un registro para inscribirse. Después, la gente tenía
que volver a casa y esperar a que les llamaran por teléfono. Para los
hombres la espera llevaba alrededor de un mes; para las mujeres, de 10 a
12 semanas. Todo
el proceso fue muy estricto, y no había manera de conseguir acortar los
tiempos de espera. Las personas inscritas iban cada mañana para
comprobar el libro de reserva. Luego, avisaban al penitente cuando su
turno era de 2-3 días. Por
un error, Gaetana Caccioppoli acudió a confesarse con el Padre Pío,
pues cuando estaba en la fila se enteró consternada que había cometido
un error en la fecha, ya que su turno estaba fijado realmente para la
semana siguiente. Salió
de la Iglesia apesadumbrada, y se sentó en un banco de la plaza.
Rumiando sus pensamientos, se dirigió al Padre Pío mentalmente, pidiéndole
que enviara a buscar por ella para la confesión. No habían
transcurrido ni cinco minutos cuando un fraile que había salido de la
iglesia se le acercó: ―¿Signora
Caccioppoli? El Padre Pío la está esperando: dice que es su turno para
confesar. La
mujer se dirigió hacia el fraile, a pesar de sus piernas temblorosas.
Entró en el convento, y se confesó con el Padre Pío. Debajo
del colchón Una
señora que sufría de terribles jaquecas decidió poner una foto del
Padre Pío debajo de su almohada, con la esperanza de que el dolor
desapareciera. Al ver que después de varias semanas el dolor no remitía,
decidió “vengarse” del Padre Pío: «Pues mira, Padre Pío, como no
has querido quitarme la jaqueca te pondré debajo del colchón como
castigo». Y así lo hizo. Meses
después acudió a San Giovanni Rotondo para confesarse con el Santo.
Nada más arrodillarse, el Padre Pío la miró fijamente y, dando un ruidoso golpe, cerró la rejilla del confesionario.
La señora quedó asombrada ante aquel gesto. Enseguida, la rejilla se
abrió, y el Padre Pío le dijo con una sonrisa: «No te gustó ¿verdad?
¡Pues a mí tampoco me gustó que me pusieras debajo del colchón!». Bombardeo
en Rímini Francesco
Cavicchi y su esposa visitaron al Padre Pío en junio de 1967. Él se
había confesado tres días antes, pero quería confesarse con el Padre
Pío de todos modos. La regla era esperar al menos siete días. Él se
puso en la fila, y cuando fue su turno el Padre Pío le llamó y le
dijo: «Continuemos, hijo mío: te he estado esperando mucho tiempo». Padre
Pío empezó la confesión preguntando, como era habitual en él: «¿Cuántos
días han pasado desde la última confesión?» Francesco
dijo que no podía recordar, y entonces el Padre Pío le reprochó: «Tienes
poca memoria, ¿no? Pero déjame preguntarte esto: ¿recuerdas el
bombardeo en Rímini muchos años atrás? ¿A que recuerdas el refugio
antiaéreo? ¿Recuerdas el trolebús? Pero… ¿Por qué te estoy
pidiendo que retrocedas en el tiempo, si ni siquiera puedes recordar lo
que hiciste hace menos de una semana?». En
ese momento, Francesco comenzó a recordar que en noviembre de 1943,
cuando tenía 28 años de edad, viajaba en un trolebús con una decena
de otras personas, entre ellas un monje de mediana edad. Las bombas
empezaron a caer. Francesco tuvo dificultades para bajar del autobús y
llegar al refugio antiaéreo, y llegó a pensar que estaba a punto de
morir. El monje le ayudó. Una
vez en el refugio, el capuchino comenzó a recitar el rosario,
inspirando calma y la confianza a todo el mundo. Después de que las
sirenas dieron la señal de que todo estaba despejado, el monje capuchino fue el primero en
marcharse. De
repente, Francesco dijo: ―¿Era
usted el monje? ―Bueno…
¿quién pensabas que era? ―respondió el Santo Había
en Roma un hijo espiritual del Padre Pío que había tomado la costumbre
de quitarse el sombrero cada vez que pasaba por delante de una iglesia,
por respeto a la Eucaristía. Pero un día se fue en compañía de unos
amigos mundanos y juerguistas y, mientras pasaba con ellos delante de
una iglesia, le daba vergüenza quitarse el sombrero. Inmediatamente
sintió un silbido en el oído, a la vez que oía claramente la palabra
«cobarde». Cuando
fue a San Giovanni Rotondo y se reunió con el Padre Pío, éste le
dijo: «¡Estás advertido! Esta vez no recibiste una reprimenda, pero
la próxima vez te daré una bofetada». Una
respuesta perfumada Un
matrimonio polaco que residía en Inglaterra le mandó una carta al
Padre Pío, pero no obtuvo respuesta. Ante esto, decidieron ponerse en
camino. Se encontraban en Berna cuando dudaron de si seguir el viaje o
no, pues les habían llegado noticias de que el Padre Pío no recibía
nadie a por orden de sus superiores. Ya
habían decidido interrumpir el viaje, cuando la habitación se inundó
repentinamente de un perfume maravilloso, del cual no fueron capaces de
descubrir su fuente, por más que indagaron. Creyéndolo una señal,
decidieron continuar con su viaje. Al
llegar a San Giovanni Rotondo, el Padre Pío les recibió
inmediatamente: ―Le
escribimos una carta, pero como no recibimos respuesta... ―¿Como
que no os he respondido?: ¿no habéis notado nada esta noche en el
albergue suizo? Poniendo
límites Un
ciego de Lecco rogó al Padre Pío para que pudiera recobrar la vista,
«aunque fuera solamente de un ojo», para que pudiera volver a ver los
rostros de sus seres queridos. El Padre Pío le preguntó varias veces:
«¿Sólo de un ojo?». Luego le pidió que tuviera buen corazón, y le
comunicó que iba a orar por él. Algunas
semanas más tarde el hombre regresó llorando para agradecer al Padre Pío,
porque había recobrado la vista. El santo le dijo: «¿Así que usted
está viendo otra vez con normalidad?». El hombre respondió: «Sí, sólo
con éste ojo, con el otro no». «Ah, sólo de un ojo… ―concluyó el Padre Pío―… Que esto te sirva de lección: nunca pongas límites a Dios… ¡pide siempre la gracia completa!». Un
«San Giovanni Rotondo» en Rumania (Una increíble historia de conversión) En
el año 2002 se le diagnosticó a Lucrecia Tudor
un cáncer terminal de pulmón, pronosticándole tan sólo unos
meses de vida. Lucrecia tenía un hijo llamado Víctor, sacerdote
ortodoxo rumano, que al saber la enfermedad de su madre llamó a su
hermano Mariano, pintor especializado en iconografía que residía en
Roma, con la esperanza de que conociera a algún especialista que
pudiera tratar a su madre. Mariano contactó con uno de los mejores médicos
del mundo en su especialidad, el cual también desahució a Lucrecia,
limitándose a prescribirle una medicación que mitigase sus
dolores. Para
que pudieran hacerla más controles, Lucrecia se quedó un tiempo en
Roma con su hijo Mariano, el cual se encontraba trabajando haciendo un
mosaico para una iglesia. Mientras su hijo trabajaba, Lucrecia visitaba
el templo y veía las imágenes. Entre éstas, le llamó mucho la atención
una imagen del Padre Pío que estaba colocada en una esquina. Al
preguntarle a su hijo, éste le contó brevemente su historia, y desde
entonces permanecía siempre sentada frente a la imagen del Santo.
Incluso hablaba con la imagen, como si estuviera hablando con alguien
que estuviera allí presente. Así
transcurrieron dos semanas, tras las cuales Lucrecia y Mariano fueron al
hospital para someterse a otra prueba. Para asombro de los médicos y de
ellos mismos, no había ni rastro del cáncer terminal. Ante
aquel milagro, Víctor empezó a leer sobre el Santo, y le contó todo
lo sucedido a sus parroquianos, que se unieron a su párroco en su interés
por conocer la figura del Santo de Pietrelcina. Por
si fuera poco, otros enfermos de la parroquia también fueron sanados
por intercesión del Padre Pío. El resultado final fue que la parroquia
entera, con casi 350 feligreses, se pasó al catolicismo, concretamente
al rito greco-católico. Su conversión fue tan extraordinaria, que
incluso levantaron un templo en honor del Padre Pío, a pesar de las
numerosas trabas y dificultades que encontraron para su construcción.
Incluso han construido un pequeño hospital para enfermos terminales,
con lo cual Víctor y sus feligreses han creado en Rumania un pequeño
«San Giovanni Rotondo».
|